Era una tarde tibia, de esas en las que el sol no quema pero tampoco acaricia. Ana y Álvaro caminaban por una feria callejera, de la mano, como si eso fuera lo más natural del mundo. La ciudad sonaba lejana, amortiguada por los puestos de libros usados, collares artesanales y el olor dulce de pochoclo quemado.
Ana se detuvo frente a un puesto donde vendían cuadernos hechos a mano. Tomó uno de tapa azul y lo hojeó con cuidado. Sonreía. Tenía esa sonrisa nueva que le salía sin permiso desde que Álvaro se había metido en su vida. Él, mientras tanto, hablaba de una novela vieja que había encontrado en un cajón de saldos.
—Este autor escribía como si tuviera una bomba en el pecho. Lo leés y sentís que te está gritando desde el papel —dijo Álvaro, con los ojos encendidos.
—¿Y eso te gusta? —preguntó Ana, mirándolo de reojo con una sonrisa traviesa.
—Sí. Me gusta la gente que escribe como si estuviera a punto de morir. Esos son los que dicen la verdad.
Ana se rió. Le gustaba escucharlo hablar así. Se sentía ligera, casi olvidada de sí misma. Como si por unos segundos no arrastrara ese pasado que siempre volvía, disfrazado de culpa o de noche.
Pero esa tarde, el pasado ya no se disfrazó.
Lo sintió antes de verlo. Una sombra espesa. Una mirada afilada clavándosele en la nuca como un cuchillo. Giró la cabeza.
Y ahí estaba.
A menos de diez metros. Alto, traje oscuro, postura firme. Pelo claro y prolijo. Ojos grises como piedra mojada. Una cicatriz vieja en la ceja izquierda.
Kazimir.
Ana se congeló. El cuaderno se le cayó de las manos.
Álvaro se dio vuelta, alertado por el ruido.
—Ana, ¿qué pasa? —preguntó, al verla blanca como papel.
Ella no respondió. No podía. El corazón le golpeaba las costillas como un animal enjaulado. El aire se volvió espeso, imposible de respirar.
Kazimir caminó hacia ellos. Sin apuro. Con esa seguridad cruel de quien se sabe temido. Cuando estuvo a unos pasos, habló. Su voz sonaba como el metal raspando una botella de vidrio:
—Здравствуйте, мишка. (Zdravstvuy, mishka.)
Ana dio un paso atrás. Ese apodo. Ese maldito apodo que le decía cuando le apretaba el cuello o la obligaba a sonreír mientras se rompía por dentro. Mishka. "Osita".
Álvaro frunció el ceño y se interpuso sin pensarlo.
—¿La conocés? ¿Quién carajo sos?
Kazimir no le prestó atención. Clavó su mirada en Ana.
—Aunque corras del mundo y finjas una vida nueva... siempre vas a ser mía.
Fue suficiente. Ana salió corriendo.
Álvaro giró hacia Kazimir, los puños cerrados. La mirada encendida.
—¿Qué le dijiste? ¿Qué mierda querés?
Kazimir sonrió, tranquilo.
—Esa chica me pertenece. Es solo cuestión de tiempo hasta que se canse de fingir.
—No la toques. Ni con la mirada. Porque te juro que si volvés a cruzarte en su camino, no salís caminando.
Kazimir soltó una risa gutural y se perdió entre la gente.
Álvaro corrió.
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Ana llegó al departamento jadeando. Cerró la puerta con llave, bajó la traba, empujó una silla contra la entrada. Corrió al baño, cerró de golpe, se arrojó al suelo. Se abrazó a sí misma. El temblor la invadía desde las piernas. El corazón le dolía. El cuerpo le dolía. El alma se le partía.
Álvaro tardó solo unos minutos.
—Ana, soy yo. —Golpeó la puerta suavemente—. ¿Estás bien? Decime qué pasó. ¿Quién era ese tipo?
Silencio. Apenas respiración entrecortada del otro lado.
—Ana, por favor, abrime. No te voy a soltar. No voy a dejarte sola con esto.
Desde el otro lado, la voz de Ana temblaba:
—¿Por qué me hiciste pensar que podía ser feliz...? ¿Por qué el mundo me da un poquito de esperanza... solo para quitármela así?
Golpeó la puerta con un puño débil.
—¿Por qué no me dejaste morir aquella noche en el puente? ¡¿Por qué?!
Álvaro apoyó la frente contra la madera. Sintió su corazón romperse.
—Ana... alejate de la puerta. Te lo pido por favor.
—No quiero que me veas así. Estoy rota, Álvaro. Estoy tan rota...
—Y yo estoy acá. Y te veo. Te escucho. No me importa si estás hecha pedazos. Yo voy a sostener cada parte tuya si me dejás.
La puerta no se abrió.
Entonces, Álvaro dio un paso atrás... y de una patada, la derribó.
Ana estaba en el piso, en posición fetal. El maquillaje deshecho, la ropa empapada en lágrimas. Temblaba como si hiciera frío, pero era miedo. Era trauma. Era el pasado gritándole en la cara.
Él se arrodilló, la abrazó fuerte, como si pudiera protegerla del mundo entero con sus brazos.
Ana no lo rechazó. Se aferró a él con desesperación. Lloró como no había llorado nunca.
—Fue él... —murmuró entre gemidos—. Kazimir... uno de los peores. El que más tiempo me tuvo. Me trataba como una cosa. Como si no valiera ni mi nombre. Me golpeaba, me marcaba, me decía que solo existía para su placer. Me quitó la voz. Me quitó la voluntad. Me quitó todo. Hasta que logré escapar. Y pensé que estaba muerta para él. Pensé que ya no podía encontrarme... —volvió a romperse en llanto—. Y hoy me miró como si nunca me hubiera ido. Como si fuera a atraparme de nuevo.
Álvaro le acarició el cabello, sin dejar de abrazarla.
—Ese tipo no te va a tocar. Nunca más. Si tengo que desaparecer con vos, lo haré. Si tengo que pelear hasta el último aliento, lo haré. No estás sola. No vas a estarlo jamás.
Ana lo miró. Con miedo, con amor, con una tristeza tan profunda que parecía no tener fondo.
—¿Y si no puedo sanar? ¿Y si esto... esto que tengo adentro nunca se va?
—Entonces nos quedamos. Acá. Con eso adentro. Pero juntos. Aunque duela. Aunque cueste. Estoy acá. No me voy a ir.
Ana respiró hondo. Se aferró más fuerte. Como si, por primera vez en mucho tiempo, creyera en algo.
Y aunque el miedo no desapareció, aunque la herida seguía abierta... algo en ella volvió a latir.
La parte que no había muerto. Que no quiso morir aquella noche en el puente.
La parte que, por fin, había encontrado a alguien que no la solitaria.