El frío. Eso fue lo primero que Etan Luwin recordó de verdad. Un frío tan profundo que no emanaba del aire, sino de lo más profundo de su ser. Apenas tenía cuatro años cuando sus pequeños pies se congelaron en la piedra áspera e implacable ante la Puerta de las Sombras. Era un monolito ciclópeo de obsidiana pulida, tan completamente negro que parecía tragarse la luz entera, con antiguas runas danzando sobre su superficie como espectros petrificados. El aire olía a tierra húmeda y a un miedo extraño que se le pegaba a la piel, una escalofriante premonición de la soledad que se avecinaba. Las siluetas de sus padres se difuminaban en la espesa y mística niebla que se arremolinaba tras ellos; sus voces eran un mero susurro arrastrado por el viento indiferente.
«Por su bien», murmuró uno.
«Es la única manera», respondió el otro, con palabras quebradizas, como ramas que se parten.
El gemido gutural de la Puerta al cerrarse resonó por el valle, un sonido final y resonante que selló su destino. Estaba solo. Su pequeña mano aferró instintivamente el juguete roto que llevaba en el cinturón: un pequeño soldado de madera al que le faltaba un brazo. Su único compañero en ese abismo de silencio y abandono. Las runas de la puerta parecieron parpadear, y de las sombras más profundas emergió una figura envuelta en capas oscuras. No había juicio ni compasión en su postura, solo una fría y austera eficiencia. Era un centinela de la Orden, y el destino de Etan, forjado en la oscuridad que se cernía sobre él, estaba ahora irrevocablemente sellado.
[Transición a la actualidad - Etan a los 10 años]
El aire dentro de la Cámara de Pruebas no era frío, pero la tensión lo helaba de igual manera. Etan Luwin, ahora un delgado niño de diez años, se acurrucaba en una profunda sombra. Su respiración era apenas un susurro, una tenue brizna en el aire viciado y mágico. La marca circular en su palma izquierda, un ojo cerrado de líneas retorcidas, latía con una calidez sutil e inquietante. Ante él se extendía el laberinto: un intrincado corredor de piedra con arcos móviles, entrecruzado por una red brillante de rayos de luz mágicos que barrían el suelo, y sensores arcanos diseñados para detectar la más mínima vibración. El objetivo: una gema brillante de cristal lunar, que relucía a cincuenta pasos de distancia, al final del traicionero camino.
«Límite de tiempo: tres minutos, Etan», resonó la voz impasible del Maestro Alaric desde una plataforma elevada, su silueta recortada contra un tenue punto de luz arcana. Alaric no era de los que daban ánimos. Solo veía hechos y expectativas. Su mirada, incluso desde la distancia, era un peso físico.
Un rayo de luz esmeralda comenzó a acercarse, cortando el suelo como una guadaña mágica. Etan se concentró. La marca en su palma izquierda zumbaba, un zumbido sordo que vibraba a través de sus huesos. Respiró lentamente, tres respiraciones deliberadas, mientras la energía fría se extendía desde su mano. El mundo a su alrededor se transformó, volviéndose etéreo; las formas sólidas de la cámara se tornaron semitranslúcidas. Había activado la Fusión de las Sombras. Su figura se desdibujó, disolviéndose en la penumbra más profunda, volviéndose casi invisible a simple vista. El rayo esmeralda atravesó el espacio donde había estado, sin registrar nada.
El alivio fue fugaz. Un dolor agudo (3/10) le atravesó la palma de la mano, y su visión se nubló ligeramente; los contornos de la gema de cristal lunar danzaban ante sus ojos. El precio. Tenía que actuar rápido.
Más adelante, un gólem de entrenamiento, una enorme construcción de metal y magia, giraba lentamente, mientras sus brillantes sensores oculares escaneaban el entorno. Para pasar, Etan necesitaba conocer su patrón de patrulla. Presionó la palma de su mano marcada contra la fría pared de piedra y cerró los ojos. Las Sombras Susurrantes comenzaron, un murmullo de ecos lejanos formándose en su mente. Fragmentos. Una voz metálica: «...cinco, cuatro, tres...», seguida del chirrido de sus pasos. Información vital, aunque fragmentada y teñida de nuevo con ese zumbido —como el viento en un cráneo agrietado, tenue y acusador—, el Eco de la Noche Oscura se agitaba.
Abrió los ojos, sintiendo una ligera fatiga mental y los persistentes e inquietantes susurros en el fondo de su conciencia. Si permanecía demasiado tiempo en la oscuridad, la paranoia se instalaría. Tenía que darse prisa.
El gólem se detuvo, con sus ojos brillantes fijos en el lugar donde Etan se había escondido brevemente. Etan extendió ambas manos, imaginando. Una pequeña figura sombría se formó más allá, moviéndose lo justo para atraer la mirada del gólem. El Velo Fantasma funcionó. El gólem reorientó sus sensores hacia la distracción, inclinando su cabeza metálica.
Mientras el gólem estaba ocupado, Etan divisó una profunda sombra bajo un saliente. La distancia era demasiado grande para una simple carrera. Reuniendo la energía de su objetivo, dio un paso decisivo hacia el velo de oscuridad. Paso Umbral. En un abrir y cerrar de ojos, la cámara pareció girar, y Etan reapareció al otro lado, a ocho metros de su posición original. La gema de cristal lunar estaba tentadoramente cerca.
Un dolor agudo y fugaz (5/10) y un ligero aturdimiento lo invadieron. No podía volver a usar Paso Umbral sin sufrir una severa penalización. Solo quedaba un minuto. No podía permitirse un error. Pero estaba en la recta final. El último obstáculo era una cortina de brillantes hilos láser mágicos. Si tocaba uno, la alarma sonaría y la prueba terminaría.
Etan miró la gema, su suave resplandor lo llamaba. Por su propio bien, una voz lejana resonó en su mente, breve, como un susurro insepulto. Estaba a punto de alcanzarla.
Etan's fingers, trembling slightly, stretched towards the moon-crystal gem. The laser threads ahead shimmered, a silent, invisible barrier. He could feel the faint hum of their magic, a low thrum against his skin. This was it. The final obstacle. He pushed the lingering daze from the Umbral Step aside, focusing on the minute he had left, the weight of Master Alaric's unseen gaze pressing down on him. There was no room for error. Failure here meant more than just a reprimand; it meant a deeper doubt cast upon his abilities, upon the very reason the Order kept him.
He took another slow, measured breath, the familiar cold energy from his mark spreading, though it brought with it the faint, accusatory whispers of the Echo. He ignored them, pushing them to the periphery of his mind. He didn't need a grand display of power, just precision. He slid his hand between two threads, his movements fluid, almost boneless, honed by countless hours of training. His fingers brushed against the cool, smooth surface of the gem.
A soft, triumphant chime echoed through the chamber, followed by the sudden, merciful silence of the deactivated laser threads. He had done it.
Master Alaric's voice, devoid of inflection, cut through the quiet. "Time: two minutes, thirty-eight seconds. Acceptable, Etan. Return to your quarters."
No praise. No acknowledgment of the pain, the fatigue, or the constant battle against the whispers. Just "acceptable." Etan nodded, a small, almost imperceptible gesture, and turned away from the glowing gem. He knew better than to expect warmth from Alaric, or from the Order itself. They saw him as a tool, a means to an end. A valuable one, perhaps, but a tool nonetheless. It was a cold truth, as familiar as the ache in his palm.
As he walked back through the now-harmless labyrinth, the residual effects of his abilities lingered. His vision was still slightly blurred, the edges of the stone walls wavering. The whispers of the Echo were louder now, a cacophony of faint, mocking voices that seemed to cling to the shadows around him. He needed light, and silence. He needed to meditate, to push the encroaching paranoia back into the depths of his mark.
His quarters were a sparse, stone cell, identical to every other novice's. A narrow cot, a small wooden desk, and a single, flickering arcane lamp that cast more gloom than light. He reached for the lamp, his hand brushing against a stack of discarded parchments on the desk. Master Alaric had often assigned him to sort through old records, a tedious task meant to instill discipline, or perhaps just to keep his restless mind occupied.
He picked up the topmost parchment, intending to move it. It was old, brittle, and smelled faintly of dust and something metallic, like ancient blood. As his fingers, still tingling from the recent exertion, made contact with the aged vellum, the circular mark on his left palm flared. Not just a subtle warmth, but a sudden, intense pulsation, as if a tiny heart had begun to beat beneath his skin. The pain was sharp, a jolt that made him gasp.
The parchment itself seemed to come alive. The faded ink on its surface, once barely legible, deepened, and the lines began to writhe. Etan's eyes widened. He could feel the whispers of the Echo intensify, not mocking now, but urgent, almost coherent. They weren't just random sounds anymore; they were trying to convey something.
As the pulsing in his palm grew stronger, a symbol began to emerge from the swirling patterns on the parchment. It was intricate, a series of interlocking lines and curves, almost like a stylized, open eye. But it wasn't just any symbol. It was identical to the mark etched onto his own palm, the "closed eye" that had branded him since birth. The realization hit him like a physical blow. His mark, the source of his powers and his abandonment, was somehow connected to this ancient, pulsing parchment.
He stared, transfixed, at the twin symbols – one on his skin, one on the page. The whispers in his mind sharpened, forming fragmented words, images of towering, skeletal structures, and a chilling sense of emptiness, of life being drawn away. He saw roots, black and grasping, spreading across a desolate landscape. He saw a great, dark machine, its gears grinding bone and metal, feeding on something vital.
The Draining Machine. The name, though unspoken, formed in his mind with terrifying clarity, accompanied by a wave of nausea. He dropped the parchment as if it had burned him, his hand recoiling. It fluttered to the stone floor, its glow fading, the symbol once again becoming faint, almost invisible.
Etan backed away, stumbling against his cot. His heart hammered against his ribs. The Echo of the Dark Night was screaming now, a chorus of frantic, desperate voices that threatened to overwhelm him. This wasn't just a test, or a task. This was something far deeper, far more terrifying. His mark, his very being, was linked to this horror. He was not just a tool; he was a part of the very thing the Order was sworn to fight.
He looked at his palm, at the symbol that had always been a mystery, a burden. Now, it was a terrifying key. He was "the abandoned one," but perhaps his abandonment was not just from his parents, but from a destiny far older and darker than he could have ever imagined. He had to understand. He had to know.