El muelle de Hell's Kitchen era un pulmón oxidado y maloliente de la ciudad. Esa noche, la niebla se arrastraba desde el río como un sudario gris, engullendo los gigantescos contenedores apilados en laberintos metálicos. Las grúas, esqueletos de acero contra el cielo, chirriaban con el viento, y las luces amarillentas de los postes parpadeaban erráticamente, proyectando sombras alargadas y distorsionadas.
El aire era una mezcla nauseabunda de salitre, óxido y un dulzón hedor a humedad y algo más... Algo que se pegaba a la garganta..... Olía a miedo.
Dentro de uno de los contenedores de carga, con las puertas de acero abiertas de par en par a la noche helada, el hedor era sofocante: una mezcla de orina, vómito y un penetrante olor a sudor rancio. Era el olor del terror. Una docena de mujeres estaban hacinadas en el frío metal, algunas encadenadas por los tobillos a una argolla fijada en el suelo, otras simplemente empujadas al interior de lo que parecía una jaula improvisada, hecha de barras de acero soldadas al armazón del contenedor.
Había de todo.
Una joven morena, de unos dieciséis años, con rasgos centroamericanos, se aferraba a sus rodillas, sus ojos enormes y vidriosos, fijos en el vacío, incapaces de derramar más lágrimas. A su lado, una mujer afrodescendiete de mediana edad, con el vestido rasgado y los ojos hinchados, sollozaba en silencio, balanceándose hacia adelante y hacia atrás. Más allá, una americana caucásica, con el maquillaje corrido por la mugre y el llanto, tenía la mirada perdida en la nada, su cuerpo cubierto por una delgada manta que apenas cubría las marcas oscuras en su cuello y muñecas. Su pelo, antes rubio brillante, ahora estaba mate y revuelto.
No todas lloraban. Algunas estaban en un estado de shock catatónico, sus cuerpos rígidos y sus mentes ausentes. Otras, las "tocadas", se encogían en sí mismas, sus movimientos lentos como si cada fibra de su ser estuviera rota. Pero la mayoría, las más jóvenes, las que aún no habían sido "preparadas", se aferraban a la poca dignidad que les quedaba, sus miradas suplicantes y susurrantes pidiendo una piedad que no existía en ese muelle.
Afuera, la lluvia fina comenzaba a caer, mezclándose con la niebla. Varios hombres se movían con eficiencia brutal: voces ásperas, intercaladas con órdenes en ruso, español y un slang callejero de Brooklyn, rompían el silencio opresivo. Eran figuras pesadas, algunas con gabardinas que cubrían el volumen de las armas cortas, otras con gorros de lana calados hasta las cejas. Sus rostros, curtidos y sin expresión, reflejaban una deshumanización total.
Uno de ellos, un hombre corpulento con una cicatriz cruzándole la mejilla, hablaba por un walkie-talkie. Su voz, grave y monótona, se superponía al claxon distante de un barco. "El barco zarpa en veinte minutos," dijo, luego bajó el aparato y se dirigió a un subordinado en español con un acento caribeño marcado. "Asegúrense de que las 'mercancías' estén listas. No quiero problemas con los compradores. Especialmente con las 'frescas'. Valen más", una sonrisa torcida, desprovista de cualquier calidez se dibujó en sus labios, revelando un diente de oro.
Un joven matón, con un tatuaje de lágrima bajo el ojo, se acercó a la jaula, golpeando las barras con un tubo de metal. El sonido metálico resonó en el contenedor, haciendo que las mujeres se encogieran aún más. "¡Silencio, perras! ¡O les daremos una razón para gritar!" Su mirada se posó en la joven centroamericana, deteniéndose en ella con una lascivia escalofriante.
El aire se llenó de un terror más denso, casi tangible. No había esperanzas de rescate. Solo la promesa de un viaje hacia un destino inimaginable, guiado por la bruma, el salitre y la maldad pura.
A lo lejos, en el mismo muelle de Hell's Kitchen donde la neblina lamía los ángulos de los contenedores más altos, una silueta se recortaba contra la luna menguante.
No era el contorno irregular de una grúa ni el perfil de un poste oxidado. Era una figura humana, enfundada en un traje oscuro, rojo burdeos casi negro e inmóvil como una gárgola acechante. Estaba de pie sobre una pasarela elevada, a una distancia precisa del contenedor donde se apiñaban las mujeres: lo suficientemente lejos para ser una sombra desapercibida, pero suficiente cerca para observar cada detalle.
La tensión en su postura no era de espera. Era de inminencia, un resorte comprimido a punto de romperse.
Un matón solitario, aburrido y somnoliento, se rascó la nuca y se dejó caer contra un pilar de acero, con su radio colgando de su cinturón sin seguro. En ese momento, un ruido apenas perceptible, más débil que el viento, lo hizo parpadear, y antes de que pudiera darse la vuelta, una sombra se separó de la niebla tras él. Un golpe seco en la nuca, un crujido sordo, y el hombre se desplomó en silencio, con la radio atrapada entre su cuerpo y el suelo.
Así, el tipo cayó como un trapo mojado, y la oscuridad lo tragó sin ceremonia.
El vigilante no era un hombre que dudara. Se movía como si el lugar le perteneciera, como si cada sombra fuera un pasaje abierto, cada rincón como una herramienta.
Otro guardia, con la espalda contra una pila de neumáticos podridos, sintió algo, un cosquilleo en la nuca, pero se giró demasiado tarde. Un puño emergió de la oscuridad como un martillo, y su cráneo cedió con un golpe sordo y húmedo. La sangre brotó entre los dientes del matón al desplomarse, y cayó en silencio, con los ojos cerrados y la consciencia ya fuera de su alcance.
No todos los encuentros eran tan limpios.
Uno intentó sacar su pistola, pero recibió una patada en la tráquea, seguido de un codazo descendente que le partió la clavícula. Luego cayó gimiendo, su respiración convertida en un silbido roto. Otro corrió, pero apenas alcanzó a dar tres pasos antes de que el vigilante le barriera las piernas con una llave y lo estrellara contra una reja oxidada. Un crujido de huesos, un grito ahogado y silencio.
La figura no hablaba. No necesitaba hacerlo. Su mensaje se transmitía en cada crujido de hueso, en cada cuerpo dejado a la sombra, palpitante y vencido. No había espacio para palabras, ni para advertencias, solo la violencia metódica de alguien que conocía el lenguaje del miedo.
Más adelante, cerca del epicentro de la operación, el aire se volvía más denso. Tres hombres jugaban a las cartas bajo una lámpara colgante que parpadeaba sobre una mesa roída por el óxido. El vigilante descendió desde un punto elevado, cayendo como una sombra aplastante.
El primero lo vio un segundo tarde, el puño lo golpeó en la mandíbula y le giró la cabeza de tal manera que pareció dislocársele el cuello. El cuerpo del matón se estampó contra la mesa, lanzando las cartas por los aires como mariposas enfermas.
El segundo apenas pudo maldecir antes de recibir un codazo en la sien que lo dejó babeando sobre sus propios zapatos.
Cayó como un saco de huesos rotos.
El tercero, más rápido, manoteó la radio con dedos temblorosos. "¡Intruso! ¡Sector Beta-Siete! ¡Tenemos un—!"
No terminó.
Una mano le cubrió la boca con fuerza quirúrgica. La radio cayó al suelo y su voz fue aplastada contra el metal por el peso de un brazo enguantado. Un giro, un impulso, y su cráneo se estrelló contra la esquina del contenedor. El cuerpo se desmoronó, la linterna en su cinturón cayó y rodó, proyectando haces de luz desquiciados que rebotaban por las paredes metálicas.
Por un instante, la luz captó algo: la pierna de uno de los hombres, arrastrándose a ciegas por el suelo, cubierto de sangre e intentando huir de un horror sin rostro.
El muelle, que minutos antes parecía dormido bajo la lluvia y el óxido, se convirtió en una bestia que despertaba con sobresaltos. Gritos entrecortados, botas resonando sobre láminas metálicas, radios vomitando códigos al aire y, finalmente, el estallido de disparos. El silencio fue aniquilado. La alarma había sido activada. Y el cazador ya no se ocultaba.
El depredador se había revelado, y los que creían tener el control, ahora eran presa.
La figura avanzaba más rápido. La niebla lo envolvía, pero ya no lo ocultaba. La jaula con las mujeres estaba cerca. Demasiado cerca para no intervenir. Demasiado tarde para seguir siendo una sombra.
El eco de los disparos rasgó el muelle como una herida abierta, rebotando entre los contenedores con violencia. El aire, ya frío, se agitó con cada detonación, mezclándose con los gritos lejanos que surgían desde el contenedor jaula. La figura de traje oscuro, inmutable en su avance, se deslizaba como una exhalación entre la niebla, pero la alarma había destrozado el velo de la sorpresa. Ahora, sombras armadas emergían de los rincones del puerto, figuras tensas con dedos en el gatillo y ojos desorbitados. Una escopeta rugió, escupiendo perdigones que rasgaron el metal de un contenedor cercano, haciendo que las mujeres enjauladas gimieran y se encogieran como niñas, sus voces un coro de terror apenas audible sobre el estruendo.
El vigilante arremetió contra un grupo de tres. El primero atacó con un cuchillo, pero el movimiento fue leído con la misma facilidad con la que se lee una nota bajo la luz del sol. El hombre fue desviado y lanzado contra su compañero como un saco de huesos. Un puño enguantado impactó el rostro del tercero, rompiendo dientes y desactivando su cuerpo en un solo golpe.
Pero el enemigo se multiplicaba. Desde la retaguardia, un matón encapuchado emergió y descargó la culata de un rifle en las costillas del vigilante. El impacto fue seco, brutal, y la figura en rojo burdeos cayó de rodillas, el aliento robado por el dolor.
No hubo grito. Solo un jadeo breve y contenido. Como si estuviera acostumbrado.
Con una exhalación crispada, el vigilante se incorporó antes del segundo golpe. Un giro rápido, una barrida precisa, y el atacante cayó con un gemido sordo. Un último golpe al mentón lo dejó tendido, su cuello doblado en un ángulo extraño.
El muelle se convirtió en un infierno de cuerpos que caían, armas que volaban, y gritos que se apagaban de golpe. La violencia no era caótica. Era metódica, quirúrgica, salvaje en su precisión.
Las balas silbaban en el aire, pero el hombre de traje oscuro danzaba entre ellas, oculto tras contenedores, esquivando por centímetros, usando los cuerpos inconscientes como cobertura viva. Cada golpe era un punto final. Cada caída, un cierre seco y contundente.
Desde el interior del contenedor, las mujeres comenzaron a llorar más fuerte, un llanto colectivo que no sabía si provenía del miedo o de la esperanza. La violencia fuera no prometía salvación, solo más dolor. Algunas se abrazaban con los ojos cerrados. Otras gritaban nombres. Otras simplemente temblaban como hojas mojadas en invierno.
El trueno de la batalla, los disparos, los gritos de los hombres y los golpes sordos convertían ese espacio en una olla de presión emocional a punto de estallar.
Entonces, la niebla se abrió.
Una figura corpulenta emergió cerca del vigilante, arrastrando su sombra como una amenaza tangible. Era el hombre de la cicatriz en la mejilla, el que dirigía la operación, el que observaba desde la oscuridad mientras los demás caían.
Llevaba una cadena gruesa enrollada en el brazo derecho, y en su rostro no había miedo. Solo una determinación fría.
Su voz surgió áspera y grave, más gruñido que declaración: "El Diablo de Hell's Kitchen. Sabía que vendrías", no lo dijo con sorpresa. Lo dijo con certeza.
Con una sonrisa torcida, mostró el diente de oro entre los labios cuarteados. Sus ojos brillaban con algo más que desafío.
"Te esperaba. Por eso me preparé con algo… Especial para ti"
La mano izquierda entró en el interior de su gabardina. Cuando salió, sostenía una jeringa pre-cargada unida a un tubo de cristal con un líquido verde iridiscente. Sin vacilar, sin miedo, se clavó la aguja en el cuello y presionó el émbolo con un gesto violento. Al terminar, el vidrio vacío cayó y rodó tintineando contra el suelo helado antes de perderse en la oscuridad.
El efecto fue instantáneo.
Un rugido brotó desde su interior como un terremoto. Las venas de su cuello se hincharon grotescamente, serpenteando bajo la piel. Los músculos se inflaron en segundos, como si la carne estuviera siendo forzada a crecer más allá de sus límites. La camisa estalló en jirones, y los botones salieron despedidos como proyectiles.
Su piel adquirió un tono verdoso enfermizo, sutil bajo la penumbra, pero innegablemente antinatural. Los huesos crecieron, forzando la estructura de su cuerpo a distorsionarse. Pasó de un metro ochenta a casi dos metros con una velocidad antinatural, su columna vertebral crujiendo como madera verde bajo tensión.
Sus puños ya no eran manos, eran armas. Martillos de carne y hueso endurecido. La cadena colgando en su mano parecía de juguete ahora, una serpiente metálica lista para ser usada con furia. Su rostro se contrajo en una mueca de bestia, los ojos, antes calculadores, ahora brillaban con rabia y la respiración era una tormenta nasal... Se había convertido en algo más.
No un hombre, sino un monstruo. Un supersoldado hecho en casa, inyectado con fuerza y demencia a partes iguales.
La criatura alzó la vista, la niebla se arremolinaba a su alrededor como si le temiera. Su cuerpo, palpitante y distorsionado, se tensó como un toro a punto de embestir, y su furia cayó sobre "Daredevil" como un martillo de guerra.
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